Una vez alguien me dijo que quería llamar a su hija Ira. Le gustaba que fuera corto, sonoro, con fuerza. Que la ira es potencia pura, un estallido necesario, una afirmación contra lo que oprime. Como sobre nombres no hay nada escrito, asentí. Pero para mí, la ira siempre había sido lo contrario: descontrol, fuerza sí, pero desmedida.
Hoy, tras ver el último capítulo de Furia, la serie de Félix Sabroso en HBO Max, he recordado aquella conversación. Y quizá ahora vería la propuesta de otro modo.
Cinco mujeres de más de cincuenta. Cinco biografías invisibilizadas. Cinco bombas de relojería sociales. Aquí no hay empoderamiento edulcorado ni tramas de superación tipo “la edad es solo un número”. Hay rabia, ironía y crítica feroz. Cada capítulo es un espacio comprimido donde lo cotidiano se rompe. Y cuando se rompe, ya no hay vuelta atrás.
Furia no busca gustar. No viene a salvar a sus protagonistas. Las acompaña en su descenso, las expone, y deja que ellas decidan cuándo y cómo volver a respirar. Hay algo brutal en esa libertad. Y también hay justicia. No legal, ni moral. Poética.
Lo interesante no es el estallido. Es lo que ocurre después: cuando la ira deja de ser ruido y se vuelve estructura, forma, idea. Eso es lo que construyen Tina, Adela, Victoria, Vera y Nat. Una respuesta. Un sistema paralelo. Una narrativa propia.
La fotografía es cruda, sin adornos, como si lo urgente no necesitara filtro. Los planos parecen sostener el espacio para que las actrices lo habiten, lo erosionen, lo revienten. Y ellas lo hacen. Carmen Machi, Candela Peña, Cecilia Roth, Nathalie Poza y Pilar Castro están inmensas, como si no interpretaran, sino recordaran.
Puede que no la llamara Ira, pero seguro la crió para que supiera usarla.
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